22 febrero 2011

Las bicicletas son para el verano... o no

Hola amigos viajeros

Llevo un tiempo que no salgo a pasear y la última vez no fue un paseo agradable. Espero volver a salir con vosotros más asiduamente, pero la verdad es que últimamente tengo el tiempo limitadito y el poco que tengo lo utilizo para descansar un poco. Desde que mi amigo, el señor P me contó una de las anécdotas que os voy a contar, he querido escribirla, pero como ya os digo, el tiempo es corto y las ganas de descanso muchas, y una cosa ha llevado a la otra y no ha habido manera.

Como muchos niños, de pequeño quise tener bicicleta. No es que aprendiera a montar pronto no, más bien todo lo contrario. Todavía recuerdo las tardes que se pasó un vecino enseñándome en el descampado que había detrás de mi casa, sin ningún éxito aparente, porque no había manera de que consiguiera mantenerme encima de la bici sin que me cayera en cuanto me soltaba. Pero el caso es que sus enseñanzas dejaron un poso de sabiduría que, años después, hizo que pudiera montar y acompañar al resto de mis amigos en sus excursiones sobre dos ruedas.

Al ver que conseguía mantenerme sin caerme, mi padre me regaló un verano una bici. Pero no podía ser una bici como las de los demás, no: me regaló una bici de paseo, con marchas, guardabarros, dinamo con luz... El caso es que cuando me la trajo, lo primero que dije: “Puf, con marchas”, lo cual no le sentó bien, con lo comprensivo que siempre ha sido el patriarca de la familia. Pero como buen hijo la acepté y me fui a dar mi primer paseo. Al llegar a un montículo de arena, intenté hacer un "caballito" y descubrí dos cosas: las bicis de paseo no tienen tan buena amortiguación como las bicis de cross y que los padres pueden ser muy vengativos. Al levantar la bici sobre la rueda trasera, la delantera, que no debía estar bien apretada, se soltó, con tan mala fortuna que al caer no conseguí que volviera a entrar en su sitio (iluso de mí) y fui a dar con los morros en el asfalto. Bueno, con los morros no, me pararon mis manos.

Y es que las bicicletas son más peligrosas de lo que parece. Y si no que se lo pregunten a mi amigo José Alberto: entre que el hombre no veía del todo bien (ni del todo ni de a pocos, veía menos que un gato de escayola) y que era un pelín alocado, un día, volviendo de una excursión a la ermita del pueblo, a la entrada del mismo había una cuestecilla que desembocaba en la plaza del ayuntamiento, ahora peatonal, pero que entonces pasaban coches, motos... y camiones. Y precisamente había un camión de mudanza con la zona de carga abierta y al bajar la pendiente con exceso de velocidad y defecto de vista, el zagal se metió de lleno dentro del camión. Y por si no había tenido bastante, días después, en plenas fiestas del pueblo con las calles cortadas con cadenas de lado a lado para que no pasaran los coches, bajando por otra cuestecilla se tragó las cadenas.

Ay los pueblos!! En su pueblo es donde se desarrolla la simpática anécdota biciclera de mi amigo gallego, el señor P. Un día de su tierna infancia, iba el señor P con su bicicleta paseando por esos campos y se encontró con una cuesta y al verla, se decidió a bajar por ella, olvidando que los frenos estaban pero frenaban poco (por no decir nada), con lo que al ir bajando la cuesta y encima sin frenos, fue adquiriendo cierta velocidad. Para darle más emoción, una vaca, no se sabe si por su cuenta o puesta allí por algún campesino malintencionado en busca de un infante a lomos de una bicicleta, apareció al final de la cuesta, esperando a mi amigo que, afortunado él, consiguió chocar contra el lomo de la misma y no como este pobre desgraciado (no hace falta que lo veáis entero, con el primer minuto sobra). En ese momento, el señor P se dio cuenta que las vacas no son muy mullidas que digamos.

No me extrañaría que, a raíz de este choque, a alguien se le ocurriera poner a sus quesitos "La vaca que ríe", lo que pasa es que los susodichos quesitos son más antiguos que el señor P.

Hasta la próxima viajeros
 
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